lunes, mayo 29, 2006

Doce toques de gong. Una doncella de pelo rubio sedoso entró en la habitación. Llevaba un vestido de terciopelo azul muy ajustado a la piel y zapatillas de piel azules con las plantas forradas.
Gersen se incorporó en la cama.
-Hemos preparado la cena -dijo la doncella-. Todos están reunidos para cenar. -Trajo un carrito con ropas-. Aquí tiene vestidos. ¿Necesita ayuda? -Sin esperar respuesta le tendió a Gersen ropa interior. Pronto estuvo ataviado con hermosas telas de un estilo original, vistoso y complicado. La doncella peinó sus cabellos, aplicó colorete a sus mejillas y le perfumó-. Mi señor está magnífico. Y ahora... una máscara, indispensable para esta noche.
La máscara consistía en un casco de terciopelo negro atado por debajo de las orejas, con una visera negra y protectores para la nariz y la barbilla; sólo los ojos, las mejillas y la boca quedaban al descubierto.
-Mi señor presenta un aspecto misterioso ahora -susurró la doncella-. Yo le guiaré, pues el camino sigue viejos pasillos.
Le llevó por una escalera azotada por una fuerte corriente de aire y anduvieron a lo largo de un húmedo pasadizo poblado de ecos con la más débil de las lámparas para iluminar el camino. Las paredes, pintadas en el pasado con magente, plata y oro, estaban desconchadas y manchadas; las baldosas del suelo se habían partido... La doncella se detuvo frente a un macizo portal rojo. Miró de reojo a Gersen y se llevó un dedo a los labios. El pálido brillo de la luz arrancaba destellos de su vestido de terciopelo azul y de su pelo; parecía un ser producto de un sueño... una criatura demasiado exquisita para ser real.
-Señor -dijo-, ahí dentro se celebra el banquete. Le recomiendo que guarde el incógnito, pues ése es el juego que todos deben jugar y no debe decir su nombre a nadie.
Deslizó el portal a un lado. Gersen pasó a una inmensa sala. De un techo tan alto que permanecía invisible colgaba una única araña que delineaba una isla de luz alrededor de una gran mesa preparada con lino, plata y cristal.
Una docena de personas enmarcaradas vestidas de la forma más elegante se sentaba en torno a ella. Gersen las examinó, pero no reconoció a ninguna. ¿Eran aquéllos sus compañeros de viaje? No estaba seguro. Entró más gente en la sala. Venían en grupos de dos y tres, todos cubiertos con máscaras y moviéndose como estupefactos.
Gersen reconoció a Navarth gracias a su inconfundible modo de andar. ¿Era Drusilla la chica? No estaba seguro.
Cuarenta personas habían entrado en la sala y se dirigían con paso lento hacia la mesa. Camareros con librea azul y plateada les acompañaban hasta sus asientos; trajeron vinos en bandejas de plata y lo sirvieron en las copas.
Gersen comió y bebió, consciente de una singular confusión, casi perplejo. ¿Dónde estaba y cuál era la realidad? Las fatigas del viaje parecían tan lejanas como la niñez. Gersen bebió más vino del que hubiera tomado en otras circunstancias... La araña estalló en una deslumbrante explosión de luz verde y luego se apagó. Los ojos de Gersen proyectaron sobreimágenes anaranjadas en la oscuridad; de la mesa se levantó un coro de susurros y exclamaciones de sorpresa.
La araña recobró lentamente la normalidad. Un hombre alto se irguió en su silla. Llevaba ropas negras y una máscara negra; alzaba una copa de vino en su mano.
-Invitados -dijo-, os doy la bienvenida. Soy Viole Falushe. Habéis llegado al Palacio del Amor.

Jack Vance "Los Príncipes Demonio: El Palacio del Amor"

viernes, mayo 26, 2006

Los viajeros reiniciaron su odisea. El camino atravesó un pedregal, cruzó un río y se desvió de nuevo hacia el espacio abierto azotado por el viento. Por fin, al caer la noche, el sendero desembocó en la cresta. Diffiani, a la cabeza del grupo, señaló a lo lejos:
-Luces. Algún tipo de refugio.
El grupo se lanzó adelante con renovados bríos, encogidos para aguantar mejor la embestida del viento, las cabezas inclinadas a causa de la lluvia. Un edificio de piedra bajo y alargado se recortaba contra el cielo; por una o dos de las ventanas surgían destellos de una luz pálida y amarillenta. Diffiani encontró una puerta y la golpeó con el puño.
Se abrió con un chirrido y una anciana se asomó.
-¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué llegan tan tarde?
-Somos viajeros, invitados al Palacio del Amor -gritó Hygen Grote-. ¿Es éste el camino?
-Sí, ése es el camino. Entren. ¿Se les esperaba?
-¡Por supuesto que se nos esperaba! ¿Tenemos alojamientos aquí?
-Sí, sí -dijo la mujer con voz temblorosa-. Puedo proporcionarles camas, pero esto es el viejo castillo. Tenían que haber venido por el otro camino. Entren, de todas maneras. He de mirar lo que hay. Supongo que habrán cenado, ¿verdad?
-No -respondió Grote abatido-, no hemos cenado.
-A lo mejor aún quedan gachas. ¡Es una pena que haga tanto frío en el castillo!
Los viajeros pasaron a un patio estrecho alumbrado por un par de lámparas muy tenues. La mujer les acompañó de uno en uno a las habitaciones. Eran de techo muy alto y estaban distribuidas por varias alas del castillo, un edificio austero, tenebroso, decorado según el gusto de una tradición olvidada mucho tiempo atrás. La habitación de Gersen consistía en un catre y en una única lámpara de cristal rojo y azul. Tres de las paredes eran de hierro negro corroído por los años. La cuarta pared tenía paneles de madera oscura encerada y estaba cubierta de enormes máscaras grotescas. No había fuego ni calefacción; hacía mucho frío en la habitación.
-Cuando la cena esté lista le llamaré -dijo la anciana a Gersen, nerviosa y sin aliento-. En el pasillo encontrará el baño, con un poco de agua caliente. Arrégleselas como pueda. -Y salió a toda prisa.
Gersen fue al cuarto de baño y probó la ducha; había agua caliente. Se despojó de sus vestimentas, se bañó y luego, en vez de cambiarse de ropa, se estiró en el camastro y se tapó con la colcha. Pasó el tiempo; Gersen escuchó un gong redoblar, nueve veces. Sería la cena... El calor de la ducha le había amodorrado, y cayó dormido. Escuchó vagamente otros diez toques de gong, luego once. No era la cena, desde luego... Gersen se dio la vuelta y se zambulló en el sueño.

Jack Vance "Los Príncipes Demonio: El Palacio del Amor"

lunes, mayo 22, 2006

El sendero continuó remontando la pendiente; las druidas Laidig y Doranie fueron retrasándose, y el lacayo aminoró cortésmente el paso. El camino se adentró en una garganta rocosa y la subida se hizo menos pronunciada.
La comida, que consistió en ropa, bizcochos y salchichas, fue breve y austera. El viaje siguió. El viento empezó a barrer la ladera de la montaña, a veces con rachas frías. Nubes de color gris oscuro corrían hacia el este. Los viajeros ascendían penosamente la ladera; la ciudad de Kouhila, el yate de casco transparente, el carromato verde y dorado ya no eran más que lejanos recuerdos. Margary Liever no había perdido el humor, y Navarth sonreía mientras caminaba, como si rumiara una broma maliciosa. Hygen Grote se abstenía de lamentarse para no perder el aliento.
A media tarde la lluvia obligó al grupo a buscar refugio bajo un saliente rocoso. El cielo estaba oscuro; una luz gris irreal bañaba el paisaje. El color oscuro de sus vestimentas hacía que los viajeros parecieran confundirse con la piedra y la tierra de la montaña.
La senda penetró en un cañón rocoso. Los viajeros avanzaban en silencio, olvidadas las bromas y los placeres de los primeros días. Cayó sobre ellos un nuevo chaparrón, pero el guía lo ignoró porque la luz se desvanecía. El cañón se ensanchó, pero la ruta parecía bloqueada por un macizo muro de piedra, coronado por una fila de pinchos de hierro.
El guía se encaminó a un postigo de hierro negro, levantó una aldaba y la dejó caer. Después de un largo minuto, el portal se abrió con un chirrido y reveló la figura de un anciano encorvado vestido de negro.
-Aquí les dejo -anunció el lacayo a los viajeros-. El camino continúa; sólo es preciso seguirlo. Apresúrense, porque falta poco para que oscurezca.
Los miembros de la expedición fueron pasando de uno en uno por la abertura; el portal se cerró a sus espaldas. Durante unos instantes dieron vueltas como desorientados, mirando a todas partes. El lacayo y el viejo se habían marchado, no tenían a nadie que les dirigiera.
-Allí está el sendero -señaló Diffiani-. Sube hasta la cumbre.

Jack Vance "El palacio del amor"

viernes, mayo 19, 2006

La habitación en la que se había introducido el visitante furtivo, advirtió Gersen por la mañana, era la de Tralla Callob, la estudiante de sociología. Trató de discernir en quién se posaban sus ojos más a menudo, pero no sacó ninguna conclusión.
Todos se habían vestido de manera similar: pantalones de gamuza gris, blusa negra, chaqueta marrón y un complicado sombrero que recordaba un casco, provisto de orejeras que colgaban flojamente.
El desayuno, como la cena, era sencillo y sustancioso. Mientras comían, los viajeros lanzaban miradas de aprensión al cielo. Capas deshilachadas de niebla cubrían la montaña. El cielo sobre sus cabezas se veía encapotado, rompiéndose hacia el este en desgajadas masas de nimbos. El panorama no era muy prometedor.
Después del desayuno, el lacayo reunió a los viajeros sin responder a sus preguntas.
-¿Cuánto rato tendremos que caminar hoy? -planteó Hygen Grote.
-De veras que no lo sé, señor. Nunca me han especificado la distancia. Pero cuanto antes nos vayamos, antes llegaremos.
-Esto no es lo que yo esperaba, desde luego -resopló Hygen Grote-. Bien, estoy tan preparado como siempre.
El sendero seguía hacia el sur desde el claro; antes de que el sombrío refugio se perdiera de vista, todos le dedicaron una mirada de despedida.
Durante horas atravesaron los bosques. El cielo seguía cubierto. La pálida luz gris que se filtraba entre los árboles teñía el musgo, los helechos y las escasas flores de un color muy especial. Empezaron a aparecer masas rocosas sembradas de líquenes negros y rojos. Pequeñas excrecencias de aspecto frágil, no muy diferentes de los hongos terrestres, brotaban en todas partes; no obstante, eran más altas, formadas por capas superpuestas, y exhalaban un perfume amargo cuando se las aplastaba.
El camino no tardó en ascender y los bosques quedaron atrás. Los viajeros se encontraron en una pendiente rocosa. Grandes montañas se perfilaban hacia el oeste. Se pararon a beber y descansar en un arroyuelo, y el lacayo distribuyó bizcochos dulces.
Al este se extendía el bosque, oscuro y sombrío; más arriba, las montañas. Hygen Grote volvió a maldecir las condiciones del viaje, y el guía se excusó en términos halagadores:
-Tiene mucha razón, lord Grote, pero como ya sabe no soy más que un simple criado, con las órdenes de proporcionarle un viaje lo más cómodo y entretenido posible.
-¿Cómo puede ser cómodo y entretenido arrastrarse durante tantos kilómetros? -gruñó Grote.
-Vamos, Hygen -repuso Margary Liever-. El paisaje es maravilloso. Fíjate en el panorama. ¿No te gustó aquel romántico albergue? A mí sí.
-Estoy seguro de que ése es el deseo del Margrave -dijo el lacayo-. Y ahora, damas y caballeros, será mejor que prosigamos.

Jack Vance "El palacio del amor"

lunes, mayo 15, 2006

La druida Laidig comenzó a sentirse intranquila, y estiró el cuello para localizar a Billika. Luego se puso en pie y la buscó por todas partes hasta dar con ella. La muchacha se mostraba abatida. La druida Laidig murmuró algo a la druida Wust, que se levantó de un salto y se encaminó al salón. Se oyó el retumbar de unas voces acrecentadas por el eco, luego se hizo el silencio, y un momento después la druida Wust regresó con Hule, que parecía muy disgustado.
Tres minutos más tarde Drusilla volvió al salón, ruborizada y con los ojos brillantes de alegría. El vestido oscuro se amoldaba perfectamente a sus formas; nunca había estado más bella. Cruzó la estancia y se sentó junto a Gersen.
-¿Qué ha ocurrido?
-Jugamos en el vestíbulo. Me escondí con Hule y vigilé, tal como me dijiste, quién se enfadaba más.
-¿Y quién fue?
-No lo sé. Mario dice que me ama. Tanzel reía, pero estaba triste. Ethuen no decía nada, ni tampoco me miraba.
-¿Qué estabas haciendo para disgustarlos? Recuerda que es peligroso frustrar a la gente.
-Sí. -Drusilla frunció la boca-. Me olvidé... Debería sentirme asustada... Me siento asustada cuando pienso en ello. Pero tú me cuidarás, ¿verdad?
-Lo haré si puedo.
-Podrás. Yo sé que podrás.
-Ojalá sea cierto... Bien, ¿qué podía molestar a Mario, Tanzel y Ethuen?
-Nada importante. Hule y yo estábamos sentados en un sofá apoyado en la pared. Hule quiso darme un beso y yo se lo permití. Las druidas nos sorprendieron y colmaron a Hule de reproches. Me dijeron algunos nombres... ramera, Lilith, ninfa...
Drusilla imitó la peculiar voz rasposa de Wust a la perfección.
-¿Y todos lo oyeron?
-Sí, todos lo oyeron.
-¿Quién parecía más irritado?
-No lo sé con exactitud. Mario es el más tranquilo, Ethuen el de peor humor, Tanzel es sarcástico a veces.
Por lo visto, pensó Gersen, se había perdido de muchas cosas.
-Será mejor que no te escondas con nadie, ni siquiera con Hule. Sé amable con los tres, pero sin dar esperanzas a ninguno.
-Estoy realmente asustada. -Drusilla palideció-. Cuando estaba con las tres mujeres, pensé que me escaparía a la menor ocasión, pero temía sus anillos envenenados. ¿Crees que me habrían matado?
-No lo sé. Por ahora, vete a la cama y duerme. Y no le abras la puerta a nadie.
Drusilla se levantó. Dedicó una última mirada enigmática a Gersen, subió los peldaños que llevaban al piso superior y entró en su habitación.
Los miembros del grupo se fueron marchando poco a poco hasta que Gersen se quedó solo frente al fuego moribundo, a la espera de algo que desconocía... Las luces del piso superior habían disminuido de intensidad; una balaustrada obstaculizaba su visión. Una sombra se deslizó hacia la puerta de una de las habitaciones, la abrió rápidamente y cerró.
Gersen esperó otra hora, mientras el fuego se consumía y el viento salpicaba de lluvia los ventanales. No había rastro de actividad. Gersen se marchó a la cama.

Jack Vance "El palacio del amor"

jueves, mayo 11, 2006

Andaban a paso lento; las mujeres mayores estaban cansadas, aunque la única en lamentarse era la druida Wust. La druida Laidig exhibía una expresión servera, y Margary Liever se arrastraba con su tímida sonrisa de costumbre. Hygen Grote se hallaba sumido en un hosco silencio, que sólo rompía para dirigir alguna lacónica palabra a Doranie.
Los bosques parecían no tener fin; el viento, bastante frío, rugía entre las ramas más altas. El crepúsculo invadió las montañas; el grupo desembocó por fin en un claro en el que descollaba un
antiguo refugio de montaña construido con madera y piedra. Luces amarillas parpadeaban detrás de los ventanales, y brotaba humo de la chimenea. Les alentó la promesa del calor, la comida y un clima de buen humor.
Y así sucedió. Los cansados viajeros subieron los escalones de piedra que llevaban al portal y entraron en un iluminado y amplio salón con el suelo cubierto de brillantes alfombras y un hogar en el que llameaba una espléndida hoguera. Algunos de los invitados se desplomaron sobre unas cómodas sillas, y algunos prefirieron subir directamente a sus habitaciones para refrescarse. De nuevo les proporcionaron vestidos: pantalones negros y chaquetas cortas con una faja de color pardo oscuro para los hombres; y vestidos largos de color negro para las mujeres, aparte de flores blancas para adornarse el pelo.
Los que se habían vestido y bañado volvieron al salón para envidia de los que continuaban sentados y sucios, pero no tardaron en estar todos limpios y ataviados con sus nuevas ropas.
Se les sirvió vino templado y una espléndida cena al estilo de los bosques (gulash, pan, queso y vino tinto). Las penurias del día se olvidaron rápidamente.
Después de cenar, los huéspedes se sentaron en torno al fuego para tomar licores, y se entabló una animada conversación en la que cada uno expuso sus ideas sobre el lubar en que estaría emplazado el Palacio del Amor. Navarth adoptó una actitud teatral frente al fuego.
-¡Está muy claro! -gritó con voz potente y metálica-. ¿O no lo está? ¿Es que nadie lo comprende, o queréis que el viejo Navarth os ilumine?
-¡Habla, Navarth! -chilló Ethuen-. Revela tus más recónditos pensamientos. ¿O prefieres reservarlos para tus placeres privados?
-Jamás tuve esa intención; todos sabrán lo que yo sé, y todos sentirán lo que yo siento. Estamos a mitad del viaje, el punto en que la despreocupación, la amplitud de miras y la tranquilidad se pierden con facilidad. El viento azota nuestras espaldas y nos empuja hacia los bosques. ¡Nuestro refugio es el medievalismo!
-Vamos, viejo -se burló Tanzel-. Habla de manera que te entendamos.
-Los que quieran entenderme, lo harán; los que no, jamás lo conseguirán. Pero todo está muy claro. ¡El que sabe, sabe!
La druida Laidig, hastiada de hipérboles, habló con mal humor.
-¿El que sabe qué? ¿Quién sabe qué?
-¿Qué somos todos sino nervios ambulantes? ¡El artista conoce la articulación de un nervio con otro nervio!
-Habla sólo para usted -murmuró Diffiani.
Navarth realizó una de sus extravagantes gesticulaciones.
-He ahí un poeta como yo. ¿No fui yo su maestro? Cada tormento del alma, cada padecimiento de la mente, cada susurro de la sangre...
-¡Navarth, Navarth! -gruñó Wible-. ¡Ya es suficiente! Cambiemos de tema. Aquí estamos, en esta casa vieja y extraña, perfecto refugio de fantasmas y espectros.
-Así dice nuestra tradición -habló el druida Pruitt en tono sentencioso-: Cada hombre y cada mujer es una semilla viviente. Cuando llega el tiempo de la siembra es enterrado y cubierto, y por fin brota como un árbol; y cada alma es diferente. Hay abedules, robles, lavengars, pinos negros...
La charla continuó. Los más jóvenes y animosos exploraron el viejo edificio y jugaron al escondite en el gran salón, entre las ondulantes cortinas de color ámbar.

Jack Vance "El palacio del amor"

martes, mayo 09, 2006

Cuando por la mañana los invitados se reunieron para desayunar observaron que el carromato ya no estaba, y se preguntaron qué medio de transporte se les ofrecería a continuación. Terminado el desayuno, un lacayo señaló un sendero.
-Iremos por ahí; yo me encargo de guiarles. Si están dispuestos, sugiero que partamos, pues queda mucho por andar antes de que anochezca.
-¿Quiere decir que vamos a caminar? -preguntó estupefacto Hygen Grote.
-Exactamente, lord Grote. No hay otra forma de llegar a nuestro destino.
-Nunca supuse que nos iríamos con tantos rodeos -se lamentó Grote-. Pensé que un coche aéreo nos transportaría hasta el Palacio del Amor.
-No soy más que un criado, lord Grote; no puedo ofrecerle ninguna explicación.
Grote le dio la espalda, todavía disgustado, pero no tenía elección. En seguida recobró los ánimos y fue el primero en empezar a cantar una antigua canción que su fraternidad de la Universidad de Lublinken entonaba en las excursiones.
Ascendieron colinas bajas, atravesaron claros y arboledas. Se adentraron en un extenso prado, provocando que muchos pájaros levantaran el vuelo; bajaron por un valle y desembocaron en la orilla de un lago, donde comieron.
El lacayo no les permitió demorarse.
-Nos espera un largo camino, y no podemos caminar muy rápido para no fatigar a las damas.
-Yo ya estoy cansada -le espetó la druida Wust-. No pienso dar ni un paso más.
-Los que así lo deseen pueden volver. El sendero es llano y hay un equipo preparado para asistirla a lo largo del camino. Pero ya es hora de que el resto nos vayamos. La tarde caerá pronto y el viento empieza a levantarse.
Una brisa impregnada de humedad agitaba las aguas del lago y tímidas nubes despuntaban por el oeste.
La druida Wust se decantó por seguir con el grupo, y todos emprendieron la marcha siguiendo la orilla del lago. El sendero se desvió en seguida, remontó una pendiente y cruzó un parque de gigantescos árboles y alta hierba. El grupo caminaba con el viento a sus espaldas. Al declinar el sol divisaron una cadena de montañas, y pararon para tomar pastas y té. Luego continuaron la caminata. El viento susurraba entre las ramas.
Mientras el sol se hundía detras de las montañas el grupo se adentró en bosques espesos y húmedos que se iban oscureciendo a medida que el sol desaparecía.

Jack Vance "El palacio del amor"

domingo, mayo 07, 2006

Un grupo de músicos provistos de violines, guitarras y flautas hizo aparición; tocaron salvajes y desgarradas canciones que hacían latir con más fuerza el corazón y vacilar la cabeza. Zully se levantó de un salto e improvisó una danza tan salvaje y sensual como la música.
Gersen se obligó a permanecer sobrio: lo más importante en momentos como éste era observar. Vio que Lerand Wible le susurraba unas palabras a Billika; la chica no tardó en desaparecer entre las sombras, seguida del hombre. Los druidas de ambos sexos estaban absortos en la música, la cabeza baja y los ojos medio cerrados. Sólo Hule había percibido el hecho. Miraba pensativamente en la dirección que ambos habían tomado; luego se acercó a Drusilla y murmuró algo en su oído.
Drusilla sonrió. Dirigió una fugaz mirada a Gersen y dijo algo en voz baja. Hule asintió sin entusiasmo, se sentó cerca de la joven y le pasó un brazo por la cintura.
Pasó media hora. Wible y Billika volvieron a integrarse en el grupo. La chica tenía los ojos brillantes y la boca húmeda. Sólo un instante después, la druida Laidig pareció acordarse de Billika y trató de localizarla. Allí estaba Billika. Algo no iba bien, había un detalle nuevo, diferente. La druida Laidig lo presintió, pero era incapaz de verlo. Su sospecha se disipó y volvió a concentrarse en la música.
Gersen observó a Mario, Ethuen y Tanzel. Estaban sentados con Tralla y Mornice, pero no apartaban la vista de Drusilla. Gersen se mordió los labios. Viole Falushe, si en verdad se hallaba con los invitados, no parecía dispuesto a desvelar su identidad...
Vino, música, el resplandor del fuego... Gersen se recostó, temeroso de verse atrapado en el vértigo. ¿Quién, entre los integrantes del grupo, estaba al acecho, atento a cualquier movimiento? ¡Esa persona sería Viole Falushe! Gersen no advirtió síntomas semejantes en nadie. El druida Dakaw dormía. La druida Laidig había desaparecido de vista. Skebou Diffiani también se encontraba ausente. Gersen rió por lo bajo y se inclinó hacia Navarth para compartir la broma, pero luego lo pensó mejor. El fuego se convirtió en cenizas; los músicos se desvanecieron como personajes de un sueño. Los invitados se levantaron y subieron hasta sus cabañas de mimbre. Gersen no tenía conocimiento de que se hubieran producido citas amorosas.

Jack Vance "El palacio del amor"

miércoles, mayo 03, 2006


rumbo al palacio del amor Posted by Picasa
Pero las circunstancias eran invariables, y Gersen desvió la conversación hacia los asuntos que se llevaban entre manos. Drusilla no había notado nada especial. Mario, Ethuen y Tanzel la colmaban de atenciones. Obedeciendo a Gersen, no había concedido sus favores a nadie. Mario se reunió con ellos mientras contemplaba la puesta de sol desde la proa. Gersen se excusó al cabo de pocos segundos y siguió paseando. Si Mario era Viole Falushe no convenía enemistarse con él. Si no lo era, Viole Falushe, que estaría al acecho, comprendería que Drusilla no se decantaba por nadie en particular.
La mañana del cuarto día el yate se deslizó entre pequeñas islas de vegetación exuberante. A mediodía se aproximó a tierra firme y fondeó en un muelle. El viaje había terminado. Los pasajeros desembarcaron de mala gana y la mayoría no dejaron de mirar atrás con nostalgia; Margary Liever lloraba sin disimulo.
Los invitados recibieron nuevas vestimentas en un edificio adosado al muelle. A los hombres se les adjudicaron blusas anchas de terciopelo de los colores más suaves y exquisitos (verde musgo, azul cobalto, marrón oscuro) y pantalones anchos de terciopelo negro ceñidos bajo la rodilla con cintas escarlata. Las mujeres se ataviaron con blusas del mismo estilo, pero en tonos más pálidos y faldas a rayas que hacían juego con las blusas. También se les proporcionaron a todos por igual boinas cuadradas y anchas de terciopelo suave con una intrigante borla.
Cuando terminaron de vestirse se les sirvió la comida, y luego fueron conducidos hasta un gran carromato de madera movido por seis ruedas verdes y doradas y cubierto por un toldo de color verde oscuro que sostenían varas espirales de bellísima madera oscura.
El carromato tomó una carretera a orillas del mar. A media tarde, el vehículo se desvió por una ruta interior que atravesaba colinas herbosas salpicadas de flores, y perdieron de vista el océano
No tardaron en ver árboles, altos y aislados, muy parecidos a los de la Tierra, aunque podían ser autóctonos, matas y bosquecillos. Al caer la tarde, el carromato se detuvo ante uno de estos bosquecillos. Los invitados se acomodaron en un albergue construido sobre las copas de los árboles; una especie de precario ascensor les elevó hasta pequeñas casitas de mimbre enclavadas en los árboles.
La cena fue servida en el suelo a la luz de un gran fuego chisporroteante. El vino parecía más fuerte de lo habitual, o quizá todos tenían ganas de beber, todos exhultaban de júbilo, como si los veintiuno fueran las únicas personas vivas en el universo. Los brindis fueron numerosos, incluido uno a "nuestro invisible anfitrión". En ningún momento se mencionó el nombre de Viole Falushe.

Jack Vance "El palacio del amor"

lunes, mayo 01, 2006

El yate surcó las aguas bañadas por el sol durante tres días, tres plácidos días para Gersen, a pesar de que la hospitalidad partiera de un hombre al que quería matar. Las horas se deslizaban perezosamente, el aislamiento producía en ocasiones la sensación de estar viviendo un sueño, y la personalidad de todos se intensificaba, como algo más fuerte que la vida. El comportamiento se relajó: Hule terminó prescindiendo de la capucha; Billika, con más titubeos, hizo lo mismo, y Zuly se ofreció para arreglarle el pelo. Billika aceptó con un suspiro de abandono hedonístico. Zuly cortó y peinó, y logró acentuar el brillo y la belleza de los grandes ojos de Billika hasta el punto de asombrar a todos los hombres del yate. La druida Laidig gritó de rabia; la druida Wust chasqueó la lengua; los dos druidas se quedaron boquiabiertos, pero el resto de la gente les rogó que no riñeran a la muchacha. Era tal la alegría y la cordialidad reinantes que la druida Laidig acabó riéndose con Navarth, momento que Billika aprovechó para desaparecer sin hacer ruido. Al poco rato, la druida Laidig dejó caer su capucha hacia atrás, imitada en seguida por el druida Dakaw. El druida Pruitt y la druida Wust se aferraron al rigor de sus costumbres, pero toleraron la negligencia de los otros sin más consecuencias que alguna mirada despreciativa o comentarios sarcásticos murmurados en voz baja.
Tralla, Mornice y Doranie, al notar la atención que se prestaba a las chicas más jóvenes, acentuaron su entusiasmo y su alegría, como dando a entender que no rechazarían ninguna proposición.
Cada mañana el yate se detenía y flotaba a la deriva. Todos los que querían se lanzaban a las límpidas aguas, mientras los otros les miraban a través del casco de vidrio. Entre estos últimos se contaban los druidas de mayor edad, Diffiani (que no participaba en ninguna actividad, salvo comer y beber), Margary Liever, que profesaba un miedo mortal al fondo del mar, y Hygen Grote, que no sabía nadar. Los demás, incluido Navarth, se ponían los trajes de baño que habían encontrado en el yate y se zambullían en las aguas calientes del océano.
Al atardecer, Gersen llevó a Drusilla hacia la proa, absteniéndose de cualquier contacto íntimo que pudiera enfurecer a Viole Falushe, caso de que fuera testigo. Drusilla aparentaba no estar sujeta a tales trabas, hasta el extremo de que Gersen se sintió inquieto ante la sospecha de que la joven se había encaprichado con él. Gersen luchó contra sus instintos, débil como otro cualquiera ante las mismas circunstancias. Aun si acababa con Viole Falushe, ¿qué sucedería después? No había lugar para Drusilla en el severo futuro que le aguardaba. Pero la tentación existía. Drusilla, con toda su melancolía y sus súbitos estallidos de alegría, era fascinante...

Jack Vance "El palacio del amor"