jueves, mayo 11, 2006

Andaban a paso lento; las mujeres mayores estaban cansadas, aunque la única en lamentarse era la druida Wust. La druida Laidig exhibía una expresión servera, y Margary Liever se arrastraba con su tímida sonrisa de costumbre. Hygen Grote se hallaba sumido en un hosco silencio, que sólo rompía para dirigir alguna lacónica palabra a Doranie.
Los bosques parecían no tener fin; el viento, bastante frío, rugía entre las ramas más altas. El crepúsculo invadió las montañas; el grupo desembocó por fin en un claro en el que descollaba un
antiguo refugio de montaña construido con madera y piedra. Luces amarillas parpadeaban detrás de los ventanales, y brotaba humo de la chimenea. Les alentó la promesa del calor, la comida y un clima de buen humor.
Y así sucedió. Los cansados viajeros subieron los escalones de piedra que llevaban al portal y entraron en un iluminado y amplio salón con el suelo cubierto de brillantes alfombras y un hogar en el que llameaba una espléndida hoguera. Algunos de los invitados se desplomaron sobre unas cómodas sillas, y algunos prefirieron subir directamente a sus habitaciones para refrescarse. De nuevo les proporcionaron vestidos: pantalones negros y chaquetas cortas con una faja de color pardo oscuro para los hombres; y vestidos largos de color negro para las mujeres, aparte de flores blancas para adornarse el pelo.
Los que se habían vestido y bañado volvieron al salón para envidia de los que continuaban sentados y sucios, pero no tardaron en estar todos limpios y ataviados con sus nuevas ropas.
Se les sirvió vino templado y una espléndida cena al estilo de los bosques (gulash, pan, queso y vino tinto). Las penurias del día se olvidaron rápidamente.
Después de cenar, los huéspedes se sentaron en torno al fuego para tomar licores, y se entabló una animada conversación en la que cada uno expuso sus ideas sobre el lubar en que estaría emplazado el Palacio del Amor. Navarth adoptó una actitud teatral frente al fuego.
-¡Está muy claro! -gritó con voz potente y metálica-. ¿O no lo está? ¿Es que nadie lo comprende, o queréis que el viejo Navarth os ilumine?
-¡Habla, Navarth! -chilló Ethuen-. Revela tus más recónditos pensamientos. ¿O prefieres reservarlos para tus placeres privados?
-Jamás tuve esa intención; todos sabrán lo que yo sé, y todos sentirán lo que yo siento. Estamos a mitad del viaje, el punto en que la despreocupación, la amplitud de miras y la tranquilidad se pierden con facilidad. El viento azota nuestras espaldas y nos empuja hacia los bosques. ¡Nuestro refugio es el medievalismo!
-Vamos, viejo -se burló Tanzel-. Habla de manera que te entendamos.
-Los que quieran entenderme, lo harán; los que no, jamás lo conseguirán. Pero todo está muy claro. ¡El que sabe, sabe!
La druida Laidig, hastiada de hipérboles, habló con mal humor.
-¿El que sabe qué? ¿Quién sabe qué?
-¿Qué somos todos sino nervios ambulantes? ¡El artista conoce la articulación de un nervio con otro nervio!
-Habla sólo para usted -murmuró Diffiani.
Navarth realizó una de sus extravagantes gesticulaciones.
-He ahí un poeta como yo. ¿No fui yo su maestro? Cada tormento del alma, cada padecimiento de la mente, cada susurro de la sangre...
-¡Navarth, Navarth! -gruñó Wible-. ¡Ya es suficiente! Cambiemos de tema. Aquí estamos, en esta casa vieja y extraña, perfecto refugio de fantasmas y espectros.
-Así dice nuestra tradición -habló el druida Pruitt en tono sentencioso-: Cada hombre y cada mujer es una semilla viviente. Cuando llega el tiempo de la siembra es enterrado y cubierto, y por fin brota como un árbol; y cada alma es diferente. Hay abedules, robles, lavengars, pinos negros...
La charla continuó. Los más jóvenes y animosos exploraron el viejo edificio y jugaron al escondite en el gran salón, entre las ondulantes cortinas de color ámbar.

Jack Vance "El palacio del amor"