viernes, mayo 19, 2006

La habitación en la que se había introducido el visitante furtivo, advirtió Gersen por la mañana, era la de Tralla Callob, la estudiante de sociología. Trató de discernir en quién se posaban sus ojos más a menudo, pero no sacó ninguna conclusión.
Todos se habían vestido de manera similar: pantalones de gamuza gris, blusa negra, chaqueta marrón y un complicado sombrero que recordaba un casco, provisto de orejeras que colgaban flojamente.
El desayuno, como la cena, era sencillo y sustancioso. Mientras comían, los viajeros lanzaban miradas de aprensión al cielo. Capas deshilachadas de niebla cubrían la montaña. El cielo sobre sus cabezas se veía encapotado, rompiéndose hacia el este en desgajadas masas de nimbos. El panorama no era muy prometedor.
Después del desayuno, el lacayo reunió a los viajeros sin responder a sus preguntas.
-¿Cuánto rato tendremos que caminar hoy? -planteó Hygen Grote.
-De veras que no lo sé, señor. Nunca me han especificado la distancia. Pero cuanto antes nos vayamos, antes llegaremos.
-Esto no es lo que yo esperaba, desde luego -resopló Hygen Grote-. Bien, estoy tan preparado como siempre.
El sendero seguía hacia el sur desde el claro; antes de que el sombrío refugio se perdiera de vista, todos le dedicaron una mirada de despedida.
Durante horas atravesaron los bosques. El cielo seguía cubierto. La pálida luz gris que se filtraba entre los árboles teñía el musgo, los helechos y las escasas flores de un color muy especial. Empezaron a aparecer masas rocosas sembradas de líquenes negros y rojos. Pequeñas excrecencias de aspecto frágil, no muy diferentes de los hongos terrestres, brotaban en todas partes; no obstante, eran más altas, formadas por capas superpuestas, y exhalaban un perfume amargo cuando se las aplastaba.
El camino no tardó en ascender y los bosques quedaron atrás. Los viajeros se encontraron en una pendiente rocosa. Grandes montañas se perfilaban hacia el oeste. Se pararon a beber y descansar en un arroyuelo, y el lacayo distribuyó bizcochos dulces.
Al este se extendía el bosque, oscuro y sombrío; más arriba, las montañas. Hygen Grote volvió a maldecir las condiciones del viaje, y el guía se excusó en términos halagadores:
-Tiene mucha razón, lord Grote, pero como ya sabe no soy más que un simple criado, con las órdenes de proporcionarle un viaje lo más cómodo y entretenido posible.
-¿Cómo puede ser cómodo y entretenido arrastrarse durante tantos kilómetros? -gruñó Grote.
-Vamos, Hygen -repuso Margary Liever-. El paisaje es maravilloso. Fíjate en el panorama. ¿No te gustó aquel romántico albergue? A mí sí.
-Estoy seguro de que ése es el deseo del Margrave -dijo el lacayo-. Y ahora, damas y caballeros, será mejor que prosigamos.

Jack Vance "El palacio del amor"