domingo, julio 16, 2006

-Será mejor que no lo intente -dijo Gersen-. Insúltme cuanto quiera, pero entretanto volvamos al jardín.
-He recibido órdenes -sonrió Helaunce-. Puede resistirse, pero las órdenes han de cumplirse.
-Pero no será usted quien lo haga. Es demasiado pesado y demasiado lento.
Helaunce balanceó el mayal; las cuerdas silbaron de forma siniestra.
-Rápido o acabará con nuestra paciencia; el castigo será todavía peor.
Helaunce parecía duro y fuerte, con toda seguridad un luchador preparado, tal vez tan bien preparado como Gersen. Helaunce pesaría unos quince kilos más que él. No percibía ningún punto débil en su estructura. Gersen se sentó de pronto en el vestíbulo, se cubrió la cara con las manos y empezó a sollozar.
-¡Quítate la ropa! -gritó Helaunce estupefacto-. Levántese de ahí. -Se acercó a Gersen y le golpeó con el pie-. ¡Arriba!
Gersen se irguió con el pie de Helaunce apretado contra su pecho. Helaunce trastabilló hacia atrás; Gersen le retorció sin piedad el pie por el punto en que los músculos no presentaban ninguna protección. Helaunce lanzó un grito de agonía y se desplomó sin sentido. Gersen le arrebató el mayal y lo descargó sobre la espalda del hombre. Las cuerdas silbaron y restallaron. Helaunce gimió.
-Si puede andar -dijo Gersen-, sea tan amable de mostrarme el camino.
Oyó una pisada detrás suyo. Gersen se giró y distinguió vagamente una forma alta vestida de negro. Algo iluminó en su cerebro luces blancas y púrpuras. Gersen cayó y se desmayó.

Jack Vance "El palacio del amor"