miércoles, abril 19, 2006

En la parte trasera del hotel esperaba un largo omnibús de seis ruedas y techo de seda rosada. Entre burlas, risas y réplicas agudas, los invitados (once hombres y diez mujeres) subieron y se acomodaron sobre almohadones de raso púrpura. El autocar cruzó el canal y se dirigió al sur, dejando atrás Koulilha y sus altas torres.
Durante una hora vieron pasar ciudades, granjas y huertos. A lo lejos se divisaba una línea de colinas boscosas, y se desataron toda clase de especulaciones sobre la localización exacta del Palacio del Amor. El autocar subió hacia las colinas bajo árboles altos en forma de paraguas, provistos de lustrosos troncos negros y hojas circulares amarilloverdosas. De algún lugar indeterminado llegaba el canto melodioso de los pájaros; enormes mariposas blancas revoloteaban en las sombras, cada vez más espesas y perfumadas de líquenes y otras especies. Cuando el autocar llegó a la cumbre se desplegó ante los ojos de los viajeros toda la brillantez del sol que caía a raudales; enfrente se abría un inmenso océano azul. El vehículo descendió por una carretera tortuosa y estrecha, y se detuvo en un muelle. Un yate de casco transparente, cubierta azul y superestructura de metal blanco aguardaba. Cuatro camareros uniformados de azul oscuro y blanco ayudaron a bajar a los invitados, les condujeron a un edificio formado por bloques de coral blanco y les invitaron a cambiar de ropa: trajes blancos, sandalias de cuerda y gorras blancas de lino. Los druidas adujeron enérgicamente sus convicciones religiosas. Se negaron en redondo a despojarse de sus capuchas y por fin abordaron el yate, los hombres con chaquetas y pantalones blancos, las mujeres con faldas y chaquetas blancas, y todos encapuchados como antes.
Era la hora del ocaso; el yate no zarparía hasta el amanecer. Los pasajeros se agruparon en el salón, donde les sirvieron combinados al estilo terrestre. Los dos druidas adolescentes, Hule y Bilika, iban con la capucha bastante alzada y recibieron duras reprimendas.
Después de la cena, los jóvenes -Mario, Tanzel y Ethuen- jugaron al tenis con Tralla y Mornice. Drusilla vagaba desconsoladamente cerca de Navarth, que mantenía la más extraña de las conversaciones con la druida Laidig. Gersen estaba sentado algo apartado y miraba, especulando acerca de sus responsabilidades y a quién se las debía. A veces, desde el otro lado de la estancia, Drusilla clavaba su vista en él con tristeza. Estaba claro que tenía al futuro. "Con buenas razones", pensó Gersen. No encontraba la manera de tranquilizarla. Zuli la bailarina, grácil como una anguila blanca, se paseaba sobre cubierta con Torrace da Nossa. Skebou Diffiani, el nativo de Quantique, se acodaba en la borda, sumida en los misteriosos pensamientos de su raza, y dirigía ocaionales miradas desdeñosas a Da Nossa y Zuli.
Billika fue a hablar con Drusilla, seguida de Hule, que manifestaba cierto interés en Drusilla. Billika, algo ruborizada, había probado el vino. Llevaba la capucha cuidadosamente descompuesta para exhibir su rizado cabello castaño, situación que no pasó desapercibida a la druida Laidig que, sin embargo, no podía deshacerse de Navarth.
Margary Liever charlaba con Hygen Grote y su compañera Doranie, hasta que ésta se aburrió y fue a pasear por la cubierta. Allí, con el consiguiente enfado de Grote, se le unió Lerand Wible.
Los druidas fueron los primeros en irse a la cama, seguidos por Hygen Grote y Doranie.
Gersen salió a cubierta y contempló el brillo de las estrellas del Grupo Sirneste. Al sur y al este se levantaban las olas de un océano del que desconocía el nombre. A corta distancia Skebou Diffiani se apoyaba en la barandilla y dejaba vagar su mirada por el mismo océano... Gersen volvió adentro. Drusilla se había ido al camarote. Los camareros habían preparado en el aparador carne, queso, aves, gelatina y una selección de vinos y licores.
Zuli conversaba en voz baja con Torrace da Nossa. Margary Liever se sentaba sola, una pálida sonrisa en su cara; ¿acaso cumpliendo su deseo más ardiente? Navarth estaba algo bebido y andaba contoneándose, acechando la oportunidad de llevar a cabo una escena dramática. Pero los demás parecían sosegados y no le daban el menor pie. Navarth levantó las manos y se fue a la cama, derrotado. Gersen, después de una última mirada, le imitó.

Jack Vance "El palacio del amor"