martes, noviembre 22, 2005

Gersen, que vivió nueve años en la Tierra, no dejó de sentir una indefinible excitación mientras colgaba sobre el gigantesco globo, a la espera de que Seguridad Espacial le concediera permiso para aterrizar. Cuando al fin le comunicaron las instrucciones precisas, Gersen descendió hacia el espaciopuerto de Tarn, en la Europa Occidental. Pasó a los controles sanitarios (los más rigurosos del Oikumene), apretó los botones adecuados en la consola del Control de Inmigración y por último recibió la autorización para moverse con libertad.
Se trasladó a Londres en tren y se hospedó en el hotel Royal Oak, a una manzana del Strand. Era primavera; los rayos del sol se filtraban a través del cielo encapotado. El Viejo Londres, impregnado de los efluvios del pasado, resplandecía como una perla gris.
Gersen vestía al estilo de Alphanor, más ajustado en el corte y rico en colorido que el de Londres. Gersen se dirigió a una sastrería de caballeros del Strand, eligió una tela, se quedó en ropa interior y permitió que un cerebro electrónico le tomara las medidas. Al cabo de cinco minutos recibió su nueva vestimenta: pantalones negros, chaqueta marrón oscuro y beige, camisa blanca y corbata negra. Confundido en la multitud, Gersen salió al Strand.
El ocaso apuntaba en el cielo. "Cada planeta tiene su propio ocaso", pensó Gersen. El ocaso de Alphanor, por ejemplo, era azul eléctrico, y poco a poco se difuminaba en el más profundo de los ultramarinos. El ocaso de Sarkovy exhibía un gris sombrío con reflejos leonados. El ocaso de Sabra era del color del oro sucio y rodeaba a los otros planetas del racimo con un halo de colores. El ocaso de la Tierra era como debía ser, suave, grisáceo, relajante, con un principio y un fin... Gersen cenó en un restaurante que tenía una antigüedad de unos setecientos años. Las viejas vigas de roble, oscurecidas por el humo y la cera, se veían tan sólidas como siempre; hacía poco que habían lavado y repintado las paredes de yeso, un proceso que se repetía cada cien años aproximadamente. Había visitado Londres un par de veces en compañía de su abuelo, aunque pasaban la mayor parte del tiempo en Amsterdam. Nunca había cenado con este lujo, nunca se le había permitido un instante de ocio o diversión. Gersen sacudió la cabeza con tristeza al recordar los ejercicios que su abuelo le había impuesto. Un milagro que hubiera sobrevivido a la disciplina.
Gersen compró un ejemplar de Cosmópolis y volvió al hotel. Fue al bar, se instaló en una mesa y pidió una jarra de cerveza Worthington, elaborada en Burton-on-Trent como venía sucediendo desde dos mil años atrás. Abrió Cosmópolis. No era difícil imaginar por qué la revista languidecía. Había tres artículos largos: "¿Están perdiendo virilidad los terráqueos?", "Patricia Poitrine: el nuevo encanto de la jet-set" y "La Guía de un sacerdote para la renovación espiritual". Gersen ojeó las páginas y apartó la revista. Terminó su bebida y subió a la habitación.

Jack Vance "El Palacio del Amor"