miércoles, agosto 31, 2005

En el pasillo, Gersen ordenó al paje que les condujera a los aposentos de Sion Trumble con la máxima urgencia. El paje les guió hasta el vestíbulo circular, cruzaron otro más y llegaron hasta una gran puerta blanca.
-¡Abrid! -ordenó Gersen-. Debemos ver a Sion Trumble cuanto antes.
-No, mi señor. El Senescal ha ordenado que no se autorice la entrada a nadie.
Gersen disparó el proyector contra la cerradura. Hubo una llamarada de fuego y humo. Los guardias protestaron en voz alta.
-¡Si deseáis proteger a Vadrus, retroceded y vigilad el vestíbulo!
Los guardias titubearon, convencidos a medias. Gersen abrió la puerta de un empujón y entró con Alusz Iphigenia.
Permanecieron de pie en el recibidor; estatuas de mármol blanco clavaron en ellos sus ojos ciegos. Gersen avanzó con cuidado por un vestíbulo, cruzó una arcada, se detuvo frente a una puerta cerrada y escuchó. Forcejeó con el pomo; al otro lado se oyó el rumor de movimientos. Gersen usó de nuevo el proyector y cargó contra la puerta.
Sion Trumble, medio desnudo, daba vueltas sin rumbo, la mirada extraviada. Abrió la boca y balbució algunas palabras incomprensibles.
-¡Lleva las ropas de Paderbush! -exclamó Alusz Iphigenia.
Era cierto: el vestido verde y azul de Sion Trumble colgaba de una percha. Se estaba quitando las vestiduras manchadas de Paderbush. Intentó sacar la espada; Gersen le agarró la muñeca y le obligó a soltarla. Sion Trumble se tambaleó hasta un estante en el que descansaba una daba; Gersen la destruyó de un disparo.
Sion Trumble se dio la vuelta lentamente y se abalanzó sobre Gersen como una fiera salvaje. Gersen estalló en carcajadas, se encogió y hundió el codo en el estómago de Sion Trumble, asió la rodilla que se levantaba y le arrojó por los aires. Mientras el príncipe chillaba y se debatía, Gersen le cogió por el rubio pelo rizado y estiró con fuerza. El pelo rubio se desprendió, la cara entera se desprendió; Gersen sostenía en el aire una especie de saco cálido y elástico, con una nariz que pendía de lado y una boca que colgaba floja y lacia. El hombre caído en el suelo no tenía cara. El cuero cabelludo y los músculos faciales aparecían en rojo y rosa a través de una película de tejido transparente. Unos ojos sin párpados destellaban bajo la frente desnuda y sobre el hueco negro donde debería estar la nariz. La boca sin labios dibujó una mueca blanca poblada de dientes.
-¿Quién... qué es esto? -preguntó con voz estrangulada Alusz Iphigenia.

Jack Vance "Los príncipes demonio: La máquina de matar"