miércoles, julio 13, 2005

Una súbita parada interrumpió sus pensamientos. El jefe estaba consultando con algunos de sus lugartenientes. Su atención estaba concentrada en un punto muy elevado, sobre un risco en el que se adivinaba las estructuras de un poblado.
Alusz Iphigenia se removió entre sus brazos.
-Es un poblado enemigo. Los tadousko-oi disputan entre ellos mismos.
El jefe hizo una señal; tres exploradores desmontaron, se adelantaron y examinaron el sendero. Cuando llevaban recorridos unos trescientos metros, graznaron una advertencia y saltaron hacia atrás, justo a tiempo para evitar que un gran fragmetno de roca les aplastara.
Los guerreros no movieron ni un músculo. Los exploradores continuaron su camino y desaparecieron. Regresaron media hora más tarde.
El jefe ordenó que las monturas siguieran adelante. Desde lo alto cayeron objetos parecidos a peras grises, si bien el tamaño y el color eran engañosos; se trataba de guijarros que se rompían en mil pedazos al estrellarse en la senda. Los guerreros, sin ponerse de acuerdo, intentaban parapetarse de la lluvia corriendo, caminando a paso lento, tirándose al suelo o quedándose de pie inmóviles. El ataque cesó cuando Gersen y Alusz Iphigenia hubieron salvado la zona de peligro.
Más allá del pueblo, el valle daba paso a una pradera en forma de media luna. Un frondoso bosque bordeaba el río. En este punto se detuvo una montura que iba a la cabeza, y por primera vez un murmullo de palabras recorrió la fila:
-Dnazd.
Pero no se veía rastro del dnazd. Los guerreros, acuclillados sobre sus animales, atravesaron la pradera con evidente temor.
Oscurecía. Jirones de cirros brillaban como bronce en lo alto, iluminados por el sol del ocaso. La partida se introdujo por una hendedura entre las rocas, no más ancha que una grieta, que apenas permitía el paso de las monturas. Gersen habría podido tocar ambas paredes con sólo extender los brazos. La grieta se ensanchó y dio paso a un área circular recubierta de arena. Todos se apearon. Apartaron las monturas y las ataron juntas. Algunos guerreros recogieron agua de una charca cercana con cubos de cuero y dieron de beber a las bestias, mientras otros encendía fogatas, y ponían a hervir algo que olía a rancio en unas ollas.
El jefe y sus lugartenientes se retiraron a un lado y conferenciaron en voz baja. El jefe miró a Gersen y a Alusz Iphigenia, e hizo un ademán. Dos de los guerreros montaron una tienda de tela negra. Alusz Iphigenia exhaló un breve suspiro y fijó la vista en el suelo.

Jack Vance "La máquina de matar"