martes, julio 12, 2005

El jefe habló otra vez con su voz bronca y rasposa; el oído de Gersen, acostumbrado a extraer significados de los infinitos dialectos y variantes del idioma universal, empezó a distinguir sonidos entre la ronquera y los gruñidos. El jefe, a pesar del ominoso sonido de su voz, no parecía hostil. Gersen intuyó que era indigno de un grupo de guerreros como éste asaltar a vagabundos desarmados.
-Decís que sois enemigos de Kokor Hekkus -parecía ser la esencia de sus palabras-. En tal caso, el hombre estará ansioso de unirse a nosotros... si, por lo visto, es un guerrero, a pesar de su aspecto desvalido.
-Dice que ésta es una partida de guerra -tradujo Alusz Iphigenia-. Tienen la impresión de que usted está enfermo, a causa de su piel blanca. Dice que si quiere venir, será en calidad de criado. Habrá mucho trabajo y mucho peligro.
-Hum. ¿Es eso lo que dice?
-Así parece desprenderse de sus palabras.
Resultaba evidente que Alusz Iphigenia no deseaba unirse al grupo.
-Pregúntele al jefe si hay alguna manera de volver a la nave.
Alusz Iphigenia planteó la pregunta; el jefe replicó, en apariencia, con cierta sorna:
-Siempre que consigan eludir al dnazd, siempre que no se extravíen a lo largo de quinientos kilómetros de montañas sin comida ni protección.
-Dice que no puede ayudarnos -tradujo Alusz Iphigenia con voz sepulcral-, pero que podemos intentarlo si queremos. -Señaló el coche aéreo-. ¿Tiene arreglo?
-Creo que no, por lo menos sin las herramientas adecuadas. Lo mejor sería marcharnos con esta gente... de momento.
La joven tradujo de mala gana las palabras de Gersen. El jefe asintió con indiferencia. A un gesto suyo, una de las monturas que cargaba sólo cuatro guerreros se aproximó. Gersen trepó a la manta que servía de silla de montar y ayudó a subir a Alusz Iphigenia.
Los ciempiés se movían con tanta suavidad como el aceite. La partida de guerra marchaba por el valle siguiendo una senda casi invisible arriba y abajo, sembrada de piedras, atravesando desfiladeros, grietas y hendeduras. A veces, cuando el valle se estrechaba de tal modo que el cielo de Thamber no era más que una delgada franja azul oscuro y el agua una corriente de jarabe negro, la procesión ascendía los riscos. Los guerreros guardaban absoluto silencio; los ciempiés se deslizaban sin hacer el menor ruido; no se oía otra cosa que el silbido del viento y el rumor del agua. Gersen era cada vez más consciente del cuerpo cálido que se apretaba contra él. Una y otra vez se recordó que tales placeres no le estaban destinados, que su vida venía determinada por el dolor y la aflicción... pero sus células, nervios e instintos protestaban, y sus brazos enlazaban con más vigor el cuerpo de Alusz Iphigenia. Ella miraba a su alrededor; su rostro se veía abstraído, melancólico, sus ojos brillaban con algo muy cercano a las lágrimas. "¿Qué le causará esa melancolía?", se preguntó Gersen. Las circunstancias eran desafortunadas, vejatorias, pero no desesperadas... todavía.

Jack Vance "La máquina de matar"