sábado, julio 16, 2005

Escudriñó los rostros, pero Gersen habló:
-Dile al jefe -indicó a Alusz Iphigenia- que mis divergencias, en lo que respecta a pasar la noche contigo, las tengo sólo con él, a quien desafío a luchar.
Alusz Iphigenia repitó estas palabras en voz baja, y ahora el público recibió la noticia con estupor. El jefe parecía más sorprendido.
-¿Él me desafía? ¿No se da cuenta de que soy un campeón, el vencedor de todos los hombres con los que me he enfrentado? Explícale que soy un jefe, que, desde el momento en que él no pertenece al clan, la lucha debe ser a muerte.
-Informa al jefe -dijo Gersen después de escuchar la traducción- que no tengo el menor deseo de demostrar mi alta condición; que prefiero dormir a pelear, salvo que insista en lo relativo a tu compañía.
Después de oír esto último por boca de Alusz Iphigenia, el jefe se despojó de su camisa y dijo:
-Solventaremos la cuestión del rango rápidamente, porque no pueden existir dos líderes en una partida guerrera. Para evitar trucos de cobardes, lucharemos con las manos desnudas.
Gersen le examinó de pies a cabeza: alto, pesado pero ágil, piel oscura que parecía tan dura como un cuerno. Miró de soslayo a Alusz Iphigenia, que le contemplaba fascinada, luego avanzó paso a paso. Su propio cuerpo parecía pálido y elástico en comparación con el del jefe, negruzco y nervudo. A modo de prueba, Gersen amagó un puñetazo dirigido a la cabeza como de forma casual, y al instante una férrea mano le sujetó la muñeca y un puñetazo le dejó sin aliento. Gersen se soltó la muñeca de un tirón; habría podido agarrar del pie al hombre y hacerle caer, pero permitió que casi le rozara la barbilla; entonces lanzó el puño izquierdo adelante de manera que, como por accidente, se abatiera sobre el cuello del jefe. Hizo el mismo efecto que un mazazo.
El jefe saltó sobre los dos pies de una forma desconcertante y abrió los brazos. Gersen, aprovechando que descuidaba su guardia, le conectó un directo en el ojo izquierdo, pero su contrario le aplicó una llave en el brazo, que en pocos segundos le rompería el cúbito. Gersen flexionó las rodillas y dio una especie de salto mortal, al tiempo que golpeaba al jefe en el rostro y liberaba su brazo. En el siguiente asalto el jefe actuó con más precauciones. Dejó caer los brazos lentamente a los costados. Gersen volvió a atacar el ojo izquierdo. El jefe le propinó otra patada, pero Gersen se abstuvo de aferrarle el tobillo, que rozó de nuevo su barbilla. El ojo del jefe estaba hinchado. Después de esquivar la patada, Gersen aprovechó un instante de respiro para practicar un hoyo en la arena con su pie. El jefe daba vueltas en torno suyo. Gersen saltó a un lado, pero el tadousko-oi le agarró la muñeca; una enorme mano estrujó su nuca. Gersen se dobló al instante y apoyó su hombro contra el estómago del jefe, duro como una roca; el golpe trató de asestarle un rodillazo en el pecho. Gersen asió la rodilla, cambió de posición, le cogió el tobillo y lo retorció; el jefe se dejó caer para proteger su rodilla. Gersen le dio una patada en el ojo derecho y se zafó del cerco al que le sometía el fornido brazo rojizo. Permaneció en pie sin moverse mientras recobraba el aliento. Le dolía el pecho, pero el ojo derecho del jefe se estaba cerrando. Gersen se inclinó y ensanchó el hoyo en la arena. El jefe le dirigió una mirada asesina y luego, como olvidando toda precaución, se abalanzó sobre él. Gersen se apartó, obrando con la misma falsa parsimonia de antes. Golpeó con el codo el ojo izquierdo del jefe, pero un rapidísimo izquierdazo del hombre le alcanzó en plena muñeca. El dolor fue tan intenso que la mano quedó colgando flojamente, como rota. En compensación, el ojo derecho del jefe se había cerrado y el izquierdo estaba hinchado. Sin hacer caso del dolor, Gersen abatió su mano izquierda inútil sobre la roja cara del bárbaro, que levantó la suya para hacer lo mismo, pero Gersen sujetó la muñeca izquierda con su mano derecha, le propinó una patada bajo la rodilla izquierda, hundió su cabeza en el cuello del jefe, que aflojó su presa, aún en pleno control de sus actos. Gersen, rugiendo y silbando entre dientes, intentó morderle en el cuello. El jefe, con el rostro purpúreo, le dio un revés. Gersen, que empezaba a perder la agilidad, recibió el impacto en el antebrazo derecho. Fue como un mazazo: ninguna de sus manos le era ya de utilidad. Los dos hombres midieron sus fuerzas; ambos sudaban y resollaban. Los ojos del jefe estaban casi cerrados; Gersen procuró ocultar la debilidad de sus manos: mostrar flaqueza resultaría fatal. Reuniendo sus últimas energías empezó a dar vueltas alrededor del jefe, con las manos caídas como si estuvieran preparadas para golpear. El bárbaro tomó impulso y saltó sobre los dos pies; Gersen retrocedió y clavó su codo derecho en la negra contusión del cuello enemigo. Los brazos del jefe se cerraron en torno a Gersen y cabeceó repetidamente contra la sien de éste. Gersen se agachó y le golpeó con la frente en la barbilla, al tiempo que le daba patadas en la rodilla. Ambos cayeron al suelo. Gersen consiguió ponerse encima de su enemigo, ceñido por los morenos y húmedos brazos del jefe. Descargó una lluvia de puñetazos y cabezadas contra la barbilla y la nariz. El jefe se revolvió, trató de clavarle los dientes y de darle vuelta, pero Gersen lo aprisionó con las piernas. Golpeó; los dientes laceraron su frente. Golpeó la nariz, que se rompió. Golpeó otra vez en la barbilla, en los dientes que mordían su frente... pero el jefe se desmoronó. Aflojó su presa para pasar el brazo alrededor del cuello de Gersen, pero éste, que esperaba la maniobra, se soltó y se sentó sobre el abdomen del jefe; luego, sacando fuerzas de la flaqueza, catapultó su cabeza contra el puente de la nariz del bárbaro.
El jefe perdió el aliento y dejó de moverse, atontado por el dolor, el cansancio y los golpes en el cuello y la cabeza. Gersen consiguió a duras penas ponerse en pie, los brazos colgando. Contempló el enorme cuerpo de piel oscura. Nunca había luchado con tanta ferocidad. ¿Estaba muerto el jefe? Golpes más débiles habrían matado a hombres más débiles.
Gersen se tambaleó hasta donde Alusz Iphigenia le esperaba sollozando.
-Dile a los guerreros que cuiden a su jefe -susurró con un hilo de voz-. Es un gran luchador, y el enemigo de mi enemigo.
Alusz Iphigenia habló. Un murmullo se elevó entre los espectadores. Algunos guerreros examinaron al jefe inconsciente, luego miraron a Gersen. Apenas podía tenerse en pie. Luces parpadeantes, los rostros se desdibujaban como en una pesadilla. Luchó por respirar y, al levantar la vista, divisó un racimo de estrellas en forma de cimitarra...
-Vamos -dijo Alusz Iphigenia.
Se levantó y le condujo a la tienda. Nadie les cerró el paso.

Jack Vance "Los príncipes demonio: La máquina de matar"