jueves, julio 14, 2005

Cuando la comida estuvo a punto cada guerrero extrajo un cuenco de acero del casco y lo zambulló en la olla hirviente, sin preocuparse de las quemaduras. Como no tenían cuencos, Gersen y Alusz Iphigenia se sentaron pacientemente, viendo como los guerreros comían con los dedos acompañándose de pedazos de pan duro. El primero que terminó lavó el tazón con arena y se lo alargó a Gersen, que le dio las gracias, lo hundió en el brebaje, y se lo entregó a Alusz Iphigenia; una actitud que despertó un murmullo de irónicos comentarios. En seguida le trajeron otro cuenco y Gersen se sirvió de la olla. El cocido no sabía mal, a pesar de que llevaba gran cantidad de sal y pimienta. El pan estaba duro y tenía un registo a hierbas quemadas. Los guerreros se acomodaron alrededor del fuego sin risas ni bromas.
El jefe se levantó y entró en su tienda. Gersen escudriñó el paraje en busca de un lugar para él y para Alusz Iphigenia. La noche sería fría y sólo tenían las capas para taparse. Los tadousko-oi, todavía más desabrigados que ellos, planeaban evidentemente acostarse cerca del fuego... Los guerreros miraban a Alusz Iphigenia de una forma sorprendente. Gersen lo hizo también. Estaba sentada con los ojos clavados en el fuego y los brazos alrededor de las rodillas; nada fuera de lo común. El jefe apareció en el umbral de la tienda y frunció el entrecejo con impaciencia. Llamó por señas a la joven.
Gersen se puso poco a poco en pie. Alusz Iphigenia dijo en voz baja, sin desviar la mirada de la hoguera:
-Las mujeres son seres inferiores para los tadousko-oi... Pertenecen a todos por igual, y el guerrero de mayor rango se acuesta con... la primera que se le presenta.
-Explícale que ésa no es nuestra costumbre -dijo Gersen volviendo la cabeza hacia el jefe.
-No podemos hacer nada. Somos...
-Díselo.
Alusz Iphigenia transmitió las palabras de Gersen al jefe. Los guerreros sentados junto al fuego se inmovilizaron de repente. El jefe parecía atónito, y avanzó dos pasos.
-En vuestra tierra estáis obligados a observar vuestras propias costumbres -dijo-, pero esto es Skar Sakau, y debéis aceptar nuestras normas. ¿Acaso es ese hombre pálido el guerrero de mayor rango entre los presentes? No, desde luego que no. Por lo tanto, tú, la mujer blanca, has de venir a mi tienda. Es la tradición de Skar Sakau.
-Dile que en mi país soy un guerrero de altísima graduación -Gersen no esperó a que le tradujeran-; que si vas a dormir con alguien, ése soy yo.

Jack Vance "La máquina de matar"