miércoles, julio 27, 2005

Alusz Iphigenia aún no estaba convencida.
-¿Estás seguro de que esa cosa es de metal?
-Por completo.
Algunos de los tadousko-oi siguieron el camino que habían tomado Gersen y Alusz Iphigenia. La fortaleza fue tras ellos arrojando chorros de fuego blanco y púrpura. Cada disparo significaba un ciempiés quemado y cinco hombres muertos. Sólo quedaba el montado por Gersen y Alusz Iphigenia, que llevaban una ventaja de un kilómetro. Cuando alcanzaron las estribaciones, la fortaleza maniobró para cortarles la huida. El terreno se elevó; al doblar una roca saliente, Gersen azuzó a su montura y saltó al suelo, arrastrando a Alusz Iphigenia. El ciempiés continuó corriendo. Gersen trepó hasta un afloramiento de roca arenosa recubierta de musgo, tras el que estarían a cubierto. Alusz Iphigenia avanzó a rastras hasta reunirse con él. Le miró, abrió la boca para hablar, pero no dijo nada. Estaba sucia, arañada y despeinada; tenía la ropa desgarrada, los ojos vacíos, las pupilas contraídas de miedo. Gersen no podía perder tiempo en tranquilizarla. Desenfundó el proyector y esperó.
Oyeron un zumbido, el ruido sordo de treinta y seis patas; la fortaleza escaló la cumbre, se detuvo y escudriñó el paisaje en busca de su presa.

Jack Vance "La máquina de matar"