viernes, agosto 19, 2005

-Llévame a los subterráneos donde está detenido mi prisionero -ordenó Gersen a un lacayo.
-Un momento, señor Caballero, informaré al Senescal; sólo él guarda las llaves de los subterráneos.
El Senescal hizo aparición en el acto, reflexionó sobre la petición de Gersen y luego, casi a regañadientes, acompañó a Gersen hasta una gran puerta de madera labrada y la abrió, para encontrarse con una segunda puerta, esta vez de hierro, que abrió tras descender unos escalones de piedra. Desembocaron en una zona pavimentada con losas de granito e iluminada por aberturas que permitían el paso de los rayos del sol. A un lado se alineaban las celdas, protegidas por barrotes de hierro, pero solamente una estaba ocupada.
-Ahí está su prisionero -indicó el Senescal-. Si desea matarle, tenga la gentileza de utilizar la cámara adyacente, donde hallará el equipo necesario.
-Mis intenciones son muy diferentes. Sólo quería asegurarme de que no sufría ningún daño.
-Esto no es Aglabat; aquí no suceden esas cosas.
Gersen miró entre los barrotes. Paderbush, recostado en una silla, le miró con una expresión de burla desdeñosa. La celda estaba seca y aireada. Sobre la mesa se veían los restos de una comida sustanciosa.
-¿Está satisfecho? -preguntó el Senescal.
-No creo que una semana o dos de meditación le hagan mucho daño -asintió Gersen-. Prohíba otras visitas que no sean las mías.
-Como desee.

Jack Vance "La máquina de matar"