sábado, abril 16, 2005

-¿Sabía usted que Kokor Hekkus estaba involucrado? -preguntó Gersen.
-No.
-Ahora que lo sabe, ¿tomará medidas contra él?
Audmar esbozó un gesto petulante, como dando por sentado que emplear la violencia sería tan repudiable como pagar el rescate.
-Para ser completamente sincero -dijo Gersen-, tengo razones para considerar a Kokor Hekkus mi enemigo. Yo no me reprimo como usted; puedo expresar mis sentimientos.
Un pálido brillo de algo cercano a la envidia relampagueó en los ojos de Audmar, pero se limitó a inclinar la cabeza con corrección.
-He venido para conseguir información -siguió Gersen-, y, espero, toda clase de cooperación que me pueda proporcionar.
-Será muy poca o ninguna.
-Aún así, es usted un ser humano y debe amar a sus hijos. Estoy seguro de que no desea que los vendan como esclavos, la perspectiva más probable. ¿Están en intercambio?
-Sí.
-Quizá no esté familiarizado con los procedimientos de Intercambio. Primero se calcula el tiempo de viaje, al que se añaden quince días más; durante este período sólo lo que se llama la parte directamente interesada puede rescindir el contrato. Una vez transcurrido este tiempo, cualquiera puede hacerlo. Si yo tuviera cien millones de UCL, por ejemplo, podría hacerlo.
-¿Por qué desearía hacerlo? -preguntó Audmar después de estudiarle un momento.
-Quiero saber por qué Kokor Hekkus necesita tanto dinero. Quiero saber muchas cosas sobre Kokor Hekkus.
-Muy bien. -Audmar se puso en pie-. Usted es un Once. Sabe lo que debe hacerse.
Gersen abandonó la sala sin más ceremonias. En el tranquilo vestíbulo encontró a la mujer que lo había dejado entrar. En sus ojos temblaba una pregunta.
-¿Es usted la madre de los niños?
-¿Están... están bien?
-Creo que sí. ¿Me dará algunas fotografías?
La mujer buscó en una estantería. El niño sonreía, la niña estaba seria.
-No quiero engañarla con falsas esperanzas, pero es posible que sus hijos sean rescatados.
-Le estaré muy agradecida.
Gersen salió de la casa fría y oscura a la radiante luminosidad del jardín. El silencio envolvía la tarde; el rugido del motor, cuando puso en marcha el viejo vehículo, pareció intolerablemente estrepitoso. Gersen se sintió alividado al dejar la mansión de Duschane Audmar a sus espaldas. A pesar de su magnífica apariencia, a pesar de su atractivo diseño, reinaba en ella el silencio, las emociones férreamente reprimidas, el dolor y la cólera soportados en el más impenetrable de los secretos. "Por eso nunca llegué al Doce", pensó Gersen.

Jack Vance "La máquina de matar"