jueves, mayo 13, 2004

Nuevas vueltas y, por fin, vislumbrándose plantíos, cercos, uno que otro árbol. Y entran a un "oasis" enmedio de los desérticos cerros, arbustos y plantas desarrolladas como en ningún otro lugar. Andrés se asombra al mirar una higuera grande y gruesa como un "yucateco". De esa manera se inicia el pueblo, exhuberante de vegetación: bugambilias de variados colores, limoneros, datileras, etc. Son pocas casas, tal vez veinte. Una escuela abandonada por falta de alumnos. Al lado de la terracería, el arroyo. Conforme se acercan, aparecen gruesos y altos árboles de extravagantes formas, incalculablemente añosos, elevando sus manos al cielo en ferviente plegaria. Y al fin, un cerco encierra las ruinas y escombros de lo que algún día fué la misión.
-Misión de Santo Domingo- lee Andrés -fundada en 1775 por los frailes agustinos. ¿No hay vigilancia?
-Parece que no. Por eso se encuentra en estas condiciones.
-Yo creía que iba a verla completa.
-Las misiones de Baja California casi no las conservan, en cambio al otro lado están completas o casi completas. Entremos.
Una que otra pared. Abundan los escombros, los cimientos. Paredes de adobe y piedra, erosionadas por los elementos y el tiempo, o destruidas por buscadores de tesoros. El sol está en su ocaso emanando rojos rayos que crean una atmósfera dorada, nubes rosas, un ambiente extraño; las ruinas producen largas y melancólicas sombras sobre el verde pasto, qué oculta, quién sabe, cuántos secretos. Impresionado, Andrés todo lo observa, todo lo escudriña.
-Qué solo es éste lugar -profiere.
-Hoy es así, pero hace doscientos años, ha de haber estado en constante actividad.
-Papá ¿y qué hacían aquí las personas? ¿Quiénes hicieron ésto?