miércoles, octubre 19, 2005

Siguieron el paseo. Poco después el bosque se estrechó y el sendero desembocó en la estepa. Al borde de la ciudad se hallaba situada una estructura de madera recubierta de hierro, rematada por ocho conos y protegida por diez puertas también de hierro orientadas hacia la estepa. Cientos de pequeños puestos ambulantes y tiendas se extendían sobre un área de arcilla endurecida.
-El caravanseray -explicó Edelrod-. Ahí está la sede de la Asamblea, de la que emanan los fallos legislativos. -Señaló con el dedo una plataforma en el extremo del caravanseray; cuatro hombres enjaulados observaban desconsoladamente la plaza-. El de la derecha es Kakarsis Asm.
-¿Podré hablar con él ahora? -inquirió Gersen.
-Iré a preguntar. Aguarden, por favor, en este tenderete, donde mi abuela les preparará un excelente té.
Alusz Iphigenia miró con recelo los accesorios del tenderete. Una tetera de metal hervía furiosamente sobre un hornillo; varias tazas de metal estaban dispuestas para verter en ellas la infusión. En las estanterías se amontonaban cientos de vasijas de vidrio que contenían hierbas, raíces y sustancias imposibles de identificar.
-Todo limpio e higiénico -declaró Edelrod con satisfacción-. Descansen y repónganse. Volveré con buenas noticias.
Alusz Iphigenia se sentó en un banco sin decir palabra. Después de consultar con la abuela de Edelrod, Gersen se procuró unos potes del estimulante té de verbena. Observaron una caravana que rodaba sobre la estepa en dirección a la empalizada: abría la marcha una carreta de ocho ruedas que transportaba el altar, la cabina del jefe y cisternas metálicas de agua. A continuación venían otras doce carretas -unas grandes, otras pequeñas- con los motores rugiendo, silbando y golpeteando. Todos los carros contaban con extravagantes superestructuras que sostenían tiendas de campaña -auténticas viviendas en sí mismas- rodeadas de paquetes y víveres. Algunos hombres iban en moto y otros se acomodaban en los carros, conducidos por mujeres viejas y esclavos de la tribu. Los niños corrían detrás de los vehículos, montaban en bicicletas o se balanceaban peligrosamente en lo alto de las estructuras.
La caravana se detuvo: las mujeres y los niños dispusieron trípodes, con calderos encima, y empezaron a preparar la comida, mientras los esclavos sacaban toda clase de artículos de los carros: pieles, maderas preciosas, haces de hierbas, fragmentos de ágata y ópalo, pájaros enjaulados, cubos llenos de gomas sin refinar y de venenos, y dos harikaps cautivos, las criaturas semiinteligentes que eran parte fundamental del deporte sarkoy conocido como harbite. Entretanto los hombres de la tribu formaron un grupo suspicaz que se dedicó a beber té y a remolonear entre las tiendas del bazar con la absoluta convicción de que iban a ser timados.

Jack Vance "El palacio del amor"