lunes, marzo 14, 2005

El dique corría perpendicular a la calle Ard: a seis metros bajo el nivel del mar, transparente y tornasolado como un zafiro acariciado por los rayos de Rígel, calmo en toda su extensión. Gersen giró a la izquierda y se detuvo frente a la segunda puerta: la entrada a una casa de fachada estrecha, construida con el habitual hormigón grumoso.
Gersen llamó a la puerta. Unos pasos vacilantes se oyeron en el interior. La puerta se abrió lentamente. Dolver Cound se asomó: un hombre más viejo y pesado de lo que Gersen esperaba, de cara rubicunda y labios cianóticos.
-¿Sí?
-Con su permiso, voy a entrar.
Gersen se adelantó, sin hacer caso de la débil protesta de Cound, que acabó por cederle el paso. Gersen echó un rápido vistazo a la habitación. Estaban solos. Los muebles se veían deslustrados. Una raída alfombra púrpura y roja cubría el suelo. Sobre la cocina humeaba la comida de Dolver Cound. La nariz de Gersen se estremeció involuntariamente.
Cound recobró la compostura, hinchó el pecho y adelantó la barbilla.
-¿Qué significa esta intrusión? ¿Qué o a quién busca?
Gersen le obsequió con una mirada de desprecio.

Jack Vance "La máquina de matar"